REFLEXIONES SOBRE LA TEOLOGÍA DEL FORASTERO

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Maria Clara LUCCHETTI BINGEMER

Resumen

Entre la persona y el ciudadano, sujeta a leyes y reconocida jurídicamente, queda una cicatriz: la persona extranjera. ¿Puede alguien ser completamente humano si es extranjero? ¿Dejada fuera de las leyes de ciudadanía, puede la persona ser el sujeto de los derechos humanos? La ética cristiana y la ética de los derechos humanos, reforzadas por las necesidades económicas del mundo moderno y por la creciente atención de la Iglesia a los pobres, reconocen que los extranjeros y los migrantes comparten los mismos derechos que todo ser humano. Sin embargo, a muchos extranjeros se los considera perjudiciales para la independencia nacional y para los intereses de los países en los que esperan establecerse.
El extranjero en nuestra sociedad es un “síntoma” de lo difícil que es vivir como los demás y hacer como los demás. Extranjeros dentro de nosotros mismos, no aceptamos nuestro “exilio” interior. Extranjeros donde vivimos, no vivimos juntos con la diversidad del otro y no permitimos que el otro sea coautor y comunicador de nuestra heterología. Políticamente, el “síntoma” del forastero subraya los límites de los Estados-nación y la conciencia política que los configura. Todos interiorizamos estas limitaciones hasta el punto de normalizar la creencia de que los extranjeros y los migrantes no tienen los mismos derechos que nosotros. En otras palabras, la dignidad humana pertenece a los seres humanos, independientemente de su reconocimiento por la ley.
La masa de extraños que puebla nuestra imaginación, así como las páginas de la prensa, cuestionan nuestra teología, recordándonos que, si la heterología, es decir, el discurso sobre el otro, queda ausente o ignorada, la teología cristiana perderá su identidad y su capacidad para anunciar las buenas nuevas y reunir a los hijos de Dios. Reflexionar sobre el “extraño” como una categoría que nos embarca a todos, en todas nuestras dimensiones, puede ayudarnos a encontrar palabras adecuadas para pensar teológicamente sobre la cuestión que sacude hasta lo más profundo a estos nuestros tiempos. Además, la importancia que el Santo Padre Papa Francisco le dio a este asunto muestra claramente lo significativo que es para la Iglesia y su misión. Asimismo, este es un tema donde la dignidad humana y la identidad están profundamente en juego y, por eso, este problema no puede ser pasado por alto por cualquier ser humano.
Como dice La epístola a Diognetus, un texto cristiano muy importante y antiguo del siglo iv:
Los cristianos no se distinguen de los otros, por país, por idioma o por las costumbres que observan. No habitan en ciudades propias, ni emplean una forma peculiar de hablar, ni llevan una vida marcada por ninguna singularidad. El curso de la conducta que siguen no ha sido ideado por ninguna especulación o deliberación de los hombres inquisitivos; ni ellos, como algunos, se proclaman los defensores de doctrinas meramente humanas. Pero, habitando tanto las ciudades griegas como las bárbaras, según la suerte de cada uno de ellos ha determinado y siguiendo las costumbres de los nativos con respecto a la ropa, la comida y el resto de su conducta ordinaria, nos muestran su maravilloso y verdaderamente sorprendente método de vida. Viven en sus propios países, pero simplemente como caminantes. Como ciudadanos, comparten todas las cosas con los demás, y sin embargo soportan todas las cosas como si fueran extranjeros. Cada tierra extranjera es para ellos como su tierra natal, y toda tierra de su nacimiento es como tierra extranjera […] son asaltados por los judíos como extranjeros y perseguidos por los griegos; sin embargo, aquellos que los odian son incapaces de asignar razón alguna para su odio.

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